El dolor como maestro - Patricia May

El dolor ha estado siempre presente en la vida humana y no nos queda más que aceptarlo. No se trata de buscarlo ni de incitarlo, pues el devenir es sabio y nos aporta las dosis precisas de dificultad, así como de facilidades para los aprendizajes que necesitamos hacer.
Nuestro centro interior no sufre, pues vive en la conciencia de lo infinito y la unidad, del amor y la creatividad, es nuestro ego, nuestro pequeño yo en su ignorancia de eternidad , en su falta de perspectiva , en sus deseos, vanidades y temores que sufre cuando algo remueve su frágil construcción.
El dolor juega el papel fundamental de destrozar sus corazas lo cual abre la brecha para contactarnos con la plenitud del alma.
El dolor nos transforma, nos derrite, nos hace humildes, como el agua de las lágrimas, nos iguala y nos une a todos y todo.
El dolor derriba nuestras estructuras y certezas y nos deja en Nada, que es la condición básica de la espiritualidad, nos permite entrar en la conciencia de la simplicidad más sublime donde todas las almas se hacen Una.
El dolor es un gran purificador, arrasa con nuestro orgullo, quema todo lo viejo, las protecciones que ya no nos sirven; nos derriba y por tanto nos permite pasar a nuevas etapas. Destruye nuestras seguridades y nos deja desnudos, donde ya no hay creencias que sirven, ni respuestas clichés, ni frases hechas, donde sólo el aliento de nuestra alma nos podrá rescatar con el mensaje que en una mirada trasciende la pequeñez de lo inmediato, todo está bien.
Sin embargo, la aflicción también nos puede conducir a la amargura, al resentimiento, al desencanto. Por ello, sufrir es un arte en la conciencia de que todo proceso nos trae aprendizaje y luz, presente como viga maestra la aceptación del dolor. 
Saber que la vida no busca castigarnos, sino despertarnos y estar dispuestos a hacer este proceso para no quedarnos pegados en el dolor.
Esto requiere despertar un centro de quietud en nuestra mente que es capaz de vivir el dolor en conciencia, buscando su aprendizaje sin ser arrollados por él. Cuando nos hacemos uno con el dolor y nosotros mismos nos transformamos en dolor, este nos avasalla, nos posee y se convierte en nuestro dueño. No se trata de ser invadidos por él a tal punto que nos perdamos a nosotros mismos y perdamos el sentido básico de orientación y las obligaciones que necesariamente tenemos que cumplir.
La pena necesita espacios tranquilos para ser vivida, si no nos los damos la tensión de la resistencia se volverá contra nosotros, por ello es importante permitirnos conectar con el sufrimiento en total conciencia, darnos el espacio para sumergirnos en él, recibiendo su mensaje , teniendo también la firmeza para salir cuando sea necesario.
Vivírselo en conciencia, intentando ver qué es lo que duele, que aspecto de nosotros se siente herido, nos permite conocer nuestras aristas y traumas enquistados. Aquello que nos aflige siempre tiene que ver con nuestras carencias, miedos, orgullos, inseguridades y por tanto, el dolor nos permite ver con claridad los aspectos no resueltos de nosotros mismos.
El dolor aceptado y resuelto en conciencia, nos aportará siempre amor, creatividad y sabiduría.
Quizás lo que más nos haga sufrir sea el intentar no sufrir, oponernos a ese flujo transmutador, limpiador que es el sufrimiento. La energía que usamos en negar nuestra verdad se vuelve contra nosotros en forma de nudos corporales, bloqueos y nos iremos poniendo rígidos, duros, encostrados, defendidos, negados y hasta crueles.
La alternativa sana es aceptar su presencia y, en total claridad dejar que actúe en nosotros soltándonos y permitiendo las transformaciones que nuestra alma quiere y que nuestra razón no puede entender. Dejar que el tiempo nos vaya diciendo adonde nos llevará y que regalo nos dejará.
En nuestro intento por controlar, muchas veces no nos entregamos al proceso transmutador del dolor, sino que nos damos respuestas acomodaticias, explicaciones que nos alivian, pero no nos llevan a la raíz de lo que nos duele. Típico de estos tiempos es decir, en una mentalidad lineal, “esto ocurrió por esto” , o “lo que yo tengo que aprender es tal cosa”, y de esa manera cerrar el proceso , evadiendo , posiblemente llenándonos de actividades y ruido para no conectar con lo que nos está pasando.
Aceptar que no tenemos idea de porqué se dan las circunstancias de la vida, que no tenemos nada controlado, si supiéramos lo que tenemos que aprender, ya lo hubiéramos aprendido. Los grandes sufrimientos duelen tanto justamente porque tocan áreas psíquicas no integradas, con las cuales no sabemos lidiar. Áreas como el abandono, el miedo a la muerte, o a no ser amados y sólo el permitirnos sentir el dolor nos llevará a darnos cuenta que esos aspectos moraban ocultos en nosotros. Conocerlos, saber que están nos hará más completos, más comprensivos, mas conscientes, más libres.
La actitud básica ante el sufrimiento es aceptarlo, darle cabida y tiempo y observar cómo nos transforma guiando el proceso en un sentido luminoso. Dejemos que el fruto llegue por añadidura, por los flujos de nuestra internidad, por lo que vimos y concientizamos sin haber jamás pensado que esa experiencia concreta nos llevaría a esa nueva visión.
Lo opuesto a la negación es hacerse adicto al sufrimiento por placer morboso, o por la caduca creencia que éste es espiritual y por tanto vivir buscándolo y revolcarnos en el barro de lo mucho que sufrimos en la vida. El dolor aparece en la vida, no es necesario incitarlo, el alma se orienta sanamente hacia la plenitud y el gozo de la Unidad, y nuestros sufrimientos siempre tienen que ver con el ego y sus resistencias, con sus consecuentes orgullos, miedos, envidias, vanidades.
La comprensión de que todo proceso de transformación acarrea los dolores que ponen en evidencia nuestros apegos es vital, para no entender que el vivir sumidos en el drama es un fin en sí, sino un medio para conocernos y despejarnos.
Quizás si la mayor ganancia social que busquen las personas sufrientes, o que viven exhibiendo sus dramas, sea suscitar la compasión y con ello la atención y el aprecio de los otros, es sólo otra de las trampas que nos mantienen ligados y apegados al dolor. Vivir como víctima puede traer la ganancia de llamar la atención, pero es agotador y no nos permite abrirnos a conocer la sintonía auténtica con el otro, de corazón a corazón, de mente a mente, de alma a alma, puesto que siempre nos estaremos ubicando en un papel de “pobrecitos” y necesitados y no de un igual con el cual se puede contar.

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