Ningún León cabe en un frasco - Virginia Gawel

“Te llevaré a ver al oso polar”, le dijo el tío a Cosme. Cosme tenía ya casi 6 años, pero desde los 2 (cuando la abuela lo llevó por primera vez al Zoo), no había querido volver más. Nadie entendía por qué aquella tarde se pasó todo el paseo llorando: miraba al hipopótamo y lloraba; miraba a la jirafa y lloraba; miraba al león y lloraba. Y cuando llegó hasta el oso polar, no lloró: se quedó en total mutismo, con expresión de angustia, mientras el oso apenas se movía, agobiado por el absurdo calor de esa latitud.
Cuando le preguntaban si le tenía miedo a los animales del zoológico, sacudía la cabeza enérgicamente diciendo que no (Cosme era un nene lleno de silencio).
“¡Qué chico raro!”, había dicho la abuela. Pero aquí y allá, en el Zoo, veía a otros nenes igual de chiquitos llorando frente a las jaulas de los animales. “¡Qué nenes raros! —pensaba la abuela— con lo lindo que es el jardín zoológico”. Mas no se preguntaba por qué.
Pero ahora Cosme iba a cumplir seis, y desde hacía mucho el tío le venía diciendo, lleno de entusiasmo: “Cuando llegue tu cumpleaños iremos juntos a ver al león. Te va encantar qué fuerte, qué enorme, qué poderoso es… ¡y querrás ser como él cuando llegues a grande!”. Cosme sólo respondía sacudiendo enérgicamente la cabeza con un “no”.
Vivían en la montaña, a más de mil kilómetros del mar. Mucha gente del pueblo no conocía el mar. El tío de Cosme tampoco, porque llegar hasta el mar era caro, y ellos vivían de la cosecha de uva.
“Cuando cumplas los seis te llevaré a conocer el mar”, le había dicho a Cosme su madrina. Ella sí conocía el mar: era la única que había podido estudiar y se había decidido por la biología: amaba a los animales y jamás invitaba a Cosme al zoológico. A Cosme le encantaba estar con su madrina: ella no le increpaba como el resto de la familia: “¡Hablá, Cosme!”, “¿Te comieron la lengua los ratones?”, “¡Qué chico raro!”.
Y llegó el día: luego de muchísimas horas en colectivo, la noche anterior al cumpleaños de Cosme los encontró en Mar de las Pampas. Habían arribado al hotel poquito antes de las diez, con todo el camino oscuro. ¡Cosme nunca había estado en un hotel! Antes de irse a dormir, la madrina acarició su frente y le dijo: “Mañana será el gran día: ¡conocerás el mar!” Cosme movió la cabeza de arriba abajo, con un “sí” silencioso pero cantarín.
Ni bien el sol empezó a trepar por la ventana, Cosme pegó un salto y se apareció frente a la madrina. No le importó mucho que le quisiera cantar el “Feliz cumpleaños”: se calzó la campera y, con gesto de urgencia, se dispuso a esperar en la puerta que la madrina terminara de ponerse las botas de lluvia.
Y allí estaban luego los dos, llegando a la playa para dar los primeros pasos en la arena. Cuando vio el enorme horizonte lleno de mar, Cosme abrió la boca grande, grande, porque sólo los ojos no le alcanzaban para ver tanto. Estiró los brazos como un pájaro, llenó su pecho con viento del mar, y sonrió. Entonces, con la boca abierta grande, grande, empezó a gritar. Gritó y gritó, un grito lleno de erres: “¡Rrrrrrrrr!”. Pasó un rato hasta que la madrina se dio cuenta de que Cosme no gritaba: rugía. Así: desde su pecho angostito hacia la anchura del mar. Y Cosme empezó a correr de izquierda a derecha, mirando las huellas de sus pies en la arena, como emborrachado por el olor del mar. Rugió y rugió, hasta que en su pecho ya no había más rugidos para entregarle al mar. Entonces se sacó las botas, y mojó sus pies en la espuma, todito lleno ya de silencio.
Pasaron cuatro días (el tiempo posible para que el dinero alcanzase). Durante todo ese tiempo Cosme había pasado muchas horas simplemente sentado frente al mar en silencio, con la mirada subida a las olas como un barquito. Su madrina no le decía “¡Qué chico raro!”. Lo dejaba callarse, callándose. Hasta que llegó el momento final: ambos debían despedirse del mar. Y, como si fuera un rito ancestral, Cosme hizo lo mismo que el primer día: abrió la boca grande, grande; abrió los brazos como un pájaro, y llenó el pecho con viento de mar. Entonces gritó y gritó (es decir, rugió y rugió). Su letra erre se entremezcló con la espuma de las olas, como parientes que se abrazan luego de una larga ausencia. Y cuando ya no tuvo más rugidos que entregarle al mar, se quedó con los ojos cerrados, y una sonrisa íntima, libre.
Pero cuando la ceremonia parecía terminarse, Cosme extrajo de entre sus bolsillos un pequeño frasco de mermelada vacío, que había recogido de la calle. Entonces se acercó a la orilla, serio y pausado. Lo llenó de agua, lo cerró bien fuerte, y lo apretó contra su pequeño pecho.
“¿Te lo llevás de recuerdo?”, preguntó la madrina. Cosme sólo sacudió enérgicamente la cabeza con un “no”. Por primera vez se tomaron de la mano (Cosme siempre prefería caminar separado), y comenzaron a subir el médano, de espaldas al mar. Pero cuando llegaron al último punto desde donde se podían ver las olas, Cosme soltó la mano de la madrina, giró sobre sus talones y, con la misma gracia de un bailarín al terminar su danza, hizo como una silenciosa reverencia, suave y sentida. Miró como si mojara las pupilas con el último poquito de espuma, volvió a tomar la mano de su madrina, y ya no miró hacia atrás.
El regreso a la montaña fue más breve que la ida al mar. “¿Trajiste caracoles?”, preguntó la madrina. Cosme sacudió la cabeza con su “no”. El resto fue un silencio cómodo, como cuando uno se pone zapatos ya amoldados al pie.
Cuando llegaron, toda la familia quería que Cosme contara lo que había visto, pues ninguno de ellos había podido conocer el mar. Pero a Cosme no le salían muchas palabras tampoco para esto. Le insistieron, le insistieron, hasta que, por la tarde, balbuceó un “¡Bueno, les digo!”. Todo se dispusieron a escucharlo, pero su explicación fue sólo ésta: abrió los brazos ancho, ancho, como un pájaro, y, estirándose, dijo seriamente: “¡El mar es así!”. Entonces giró sobre sus talones, y se fue hacia su cuarto, como quien termina un discurso ( y el que entendiera, que entendiese…).
A la mañana siguiente, el tío le dijo: “Bueno, Cosme, ya cumpliste los seis. Mañana vamos a ir al centro y te llevaré a ver al león del zoológico”. Cosme sacudió enérgicamente la cabeza con un “no” de un talle más grande que los habituales, y se fue a su habitación. Sin embargo, salió tan rápido como había entrado; tenía en la mano aquel frasco de vidrio que había llenado en la playa. Se paró frente al tío, y, con fuerza, haciendo ruido, lo apoyó sobre la mesa del comedor.
“¿Qué es eso?”, preguntó el tío, sin atisbar la naturaleza del obsequio. Cosme lo miró a los ojos como si fuera mucho más adulto que su tío, y quisiera darle la más honda lección: “Te traje una ola. Ahora vas a poder decirle a tus amigos que sí conoces el mar”. El tío sacudió enérgicamente la cabeza: “¡Cosme, no seas zonzo! Esto es ver un poquito de agua salada en un frasco, no es ver el mar”.
Entonces Cosme acercó su cara a la cara del tío; abrió los ojos grandes, casi tan grandes como para ver el mar, y dijo: “¿No entendés? El león siente lo mismo que esa ola adentro del frasquito”. El nene silencioso se había vuelto nítidamente sonoro. Pero luego bajó la cabeza, y mirándose los pies balbuceó: “Todos esos animales están tristes como una ola lejos del mar…”,
Cosme se mordió los labios porque todo en él quería llorar (como cuando era chiquito y veía al oso polar, a la jirafa, al león). Mas tan sólo una lágrima pudo fugarse de su prisión y al llegar a la boca le recordó el sabor del mar.
El tío quedó perplejo. No estaba seguro de comprender lo que Cosme decía, pero la mirada de esa criatura no admitía pregunta alguna sin sentirse tonto. Entonces, sin decir ni una palabra, se puso la gorra, se levantó y fue al living a encender un cigarrillo (para volver a sentirse grande, tal vez).
Cosme tomó el frasquito y se fue al fondo, adonde desaguaba la pileta en la que la abuela lavaba la ropa. Abrió la pequeña tapa del frasco y, despacito, vertió ese puñado de mar junto con el agua que había entre las calas. Y cuando la última gota se deslizó del frasco, entonces sí, Cosme lloró. Lloró calladito, y juntó sus lágrimas en la punta de su lengua, como si se bebiera su propio mar.
Nunca más se habló del tema. Pero sucedieron dos cosas: una fue a los pocos meses. El tío estaba en el pueblo, haciendo la compra de almacén y, justo cuando se ponía la gorra para irse, vio por la tele algo que le impactó en su pecho incierto: “Murió el oso polar del zoológico”. Entonces le vino por dentro una ola que él no conocía, y se le salió por la boca diciéndole a la cajera: “¡Qué estúpido que es el humano! Cree que por ver un animal en el zoológico lo ha conocido, y lo que ve en realidad es como una ola lejos del mar”. Su voz sonaba impotente y confusa. La cajera lo miró, asintiendo con la cabeza suavemente, como dudando si estaba entendiéndole. Ese día el tío volvió del pueblo muy triste, y no quiso hablar ni cenar. Se fue temprano a la cama, sin encender su último cigarrillo del día.
La otra cosa pasó al año siguiente: estaban volviendo del pueblo con Cosme, los dos callados, por el camino de tierra. Como el tío nunca aguantaba el silencio de Cosme, siempre llevaba una radio de bolsillo, y la encendía para llenar esa cosa tan rara de andar callados. Y fue en el noticiero de las cinco que lo dijeron: “Se ha firmado el acuerdo provincial para cerrar definitivamente el zoológico. Los animales serán llevados a santuarios donde puedan vivir en libertad y ser cuidados.”
Cosme paró en seco. El tío lo miró. Y él miró al tío. Cosme levantó los brazos, como si fuera un pájaro. El tío, sin darse cuenta, lo siguió, haciendo lo mismo. Como dos pájaros en el camino, se miraron hondamente. Se supieron. Y a Cosme se le dibujó la sonrisa más ancha que haya existido sobre esta tierra. Y el tío no pudo sino sonreír. Cosme abrió la boca, grande, grande, y así, sin pensamiento, comenzó a rugir con unas erres muy fuertes; poderosas. Sus brazos ya no eran alas: eran una melena tupida… ¡así de grande! Y el tío lo siguió, con su voz rasposa: los dos rugieron, inmensos, en la tarde del campo. Los dos rugieron inmensos como leones libres. Inmensos como el mar.
Virginia Gawel
(Publicado por la revista Sophia On Line, julio 2016)

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