El peso del ego - Blanche de Richemont


Háblame de mí, tú me interesas.
El malestar del bienestar
El deseo es lo que es más íntimo de nuestro ser para lanzarse en el mundo. Pero nosotros hemos invertido su movimiento. Parte desde nosotros y luego vuelve. Gira alrededor de nuestro ombligo en lugar de tender la mano. Nos hemos liberado de la moral, de la religión, del dogma, pero estamos aprisionados en nosotros mismos y no sabemos ya cómo liberarnos. Cada vez más jóvenes parten a hacer viajes humanitarios, crean asociaciones, invierten su tiempo para los desamparados pues ellos no pueden hacerlo para ellos mismos.
La sociedad nos anima fuertemente a mirarnos el ombligo. Se porta bien? Es normal? Podemos hacerlo un poco más que bien? Después de los excesos de Mayo 68, después de la furia dionisiaca que se ha roto sobre nosotros, no estamos ya obsesionados por el gozo a todo precio, sino por vivir mejor. Son raros los deseos no condicionados por la época. De ahora en adelante, no se lanzan más en la abundancia del mundo, sino tejen la tela de nuestro confort. Nuestra nueva pasión: el bienestar.
Tenemos cuidado de los excesos, son malos para la salud, no hacemos deporte para sobrepasarnos sino por guardar la línea. No hay duda que construir esa nave en la que estamos embarcados, pero tomar tiempo para sí. Esto se vuelve una obsesión. Como si las horas que no nos son consagradas nos fueran robadas. El alma duda para tomar riesgos, ella busca un equilibrio entre los medicamentos, las meditaciones rápidas. Todo se contradice, se entremezcla. Que hace falta privilegiar? La salud, el equilibrio o el vértigo de una vida que busca?
Conocí a un hombre que no quería ir a los países húmedos porque era malo para los pulmones, una mujer que no sonreía para evitar las arrugas, una amiga que rehusaba partir al desierto por temor a no bañarse, personas que renuncian a noches estrelladas por miedo a tener frío. Esclavitud del confort. La belleza tiene un precio.
Nuestros deseos amarían partir de las profundidades del ser para olvidarlo un poco, pero la sociedad las llama al orden: hace falta ocuparse de sí, el riesgo es no ser más competente.
Uno se equivoca en lo esencial. La única cosa que importa no es nuestra línea, nuestras arrugas, nuestro bienestar, sino la posibilidad de estar animada, de tener ganas. Pues nada detiene un deseo en marcha. Nuestro fuego es nuestra luz.
Escaparate de alma 
Uno busca colmar el vacío para tapar el malestar de si. Pero en lugar de animar la evasión, caemos en la “pornografía del alma” como escribe Gilles Lipovetsky.
La tele-realidad lo testimonia. Nos interesa enormemente que Loana haya besado a Steevy en la piscina cuando ella sale con Jean-Pascal. Uno lo discute en la tarde, defendemos a quien nos conmueve. Estos títeres no hacen sino poner en escena nuestra banalidad cotidiana. Los medios la legitiman. No queremos soñar más sino identificarnos con los personajes, reconocernos, persuadirnos que nosotros no estamos solos en nuestra mediocridad, nuestros vagabundeos, nuestras esperanzas perdidas. El deseo se expone y no se realiza. No hay más intimidad, sino un desnudo del alma colectiva para ocultar la soledad de nuestras individualidades reducidas a ellas mismas.
No queremos soñar más sino reencontrarnos. Uno busca más ser comprendido que ser único. El cumplido más bello que uno puede hacer a alguien es declarar que es como nosotros. Aquello que se parece a nosotros nos fascina. Este egocentrismo es la señal de nuestro malestar o de nuestro orgullo? En todo caso de un desequilibrio. Nuestro ego no tiene tanta importancia. Uno se pierde al buscarse sin cesar.
Nos interrogamos sobre nuestros estados de ánimo y nuestro desempeño sexual, pero qué hacemos de nuestra alma? Qué desea ella profundamente? Salir de la apatía de sí mismo, escapar al psicoanálisis y explorar, construir, vibrar, sudar, vivir más allá de ella misma. El asombro nos salva de nosotros mismos. Tenemos tan poca importancia. Solo un grano de arena que acoge las olas de la existencia.
Gozárselo
La única salida a nosotros mismos es el olvido. El olvido de sí en el amor, la sensualidad, una obra humanitaria, los viajes, los deportes extremos, en la creación artística. Uno busca sin parar nuevos deseos para liberarse del reino del ego.
Yo he pasado detenidamente en las discotecas. Momentos de vida en los que encontraba molesto tener que irme. Entonces quería escaparme de mí. No era sino una ilusión: me reencontraba cada mañana. Pero me encantaba que la música fuera más fuerte que mis pensamientos que se sacudían en mi cabeza, no ser más que un cuerpo y nada más. Sabía que esas noches, esos encuentros no eran sino viento. Eso era justamente lo que yo buscaba: negar mi alma en el alcohol y el baile. No me destruía, me atenuaba.
Entonces tuve una conmoción hace unos meses. Acompañaba a unos amigos a una disco tecno en Ginebra. Ellos me dijeron: “Tu verás, vamos a gozarla”. Debí tomar su palabra. El “estallido” es en efecto lo que caracteriza estos lugares de infierno. No tengo treinta años, puede ser que ya sea vieja. No importa. Descubrí el desencanto. Ellos no tenían todos más que un deseo: no tener más deseos. El D.J. dominaba desde un estrado en un rayo de luz blanca contrastante con la penumbra en la que nosotros estábamos sumidos. Su tinte pálido era señalado por largos pelos de estropajo. Con una seriedad y un frenesí desmesurados, pasaba los discos mientras que todos bailaban dirigidos hacia él. Ídolo que los sumergía en el olvido y hacía latir el corazón un poco más fuerte con los “bum bum” repitiéndose en crescendo. Ellos no se miraban, no se hablaban. Títeres patéticos danzando frente al muro, clavados en los recintos. Ni mesas ni sillas para sentarse, solo un bar para beber y baños para drogarse. Una ambulancia espera cada noche frente a la puerta.
No pueden más que recurrir a ellos mismos, ningún Dios para rezar, ninguna causa para defender. Entonces ellos se estallan. Solos juntos. Mis discotecas donde coqueteaba gentilmente bebiendo tragos parecen ya de otro tiempo frente a estos lúgubres guaridas de perdición. Aún un deseo que vuelve sobre sí mismo. Hacia su propio desgarro. Imposible seducir en estas discotecas infernales, incluso nuestros ojos parecen turbados por estas vibraciones desencadenadas que nos embriagan poco a poco. Si, uno se olvida, uno no es más que un cuerpo que golpea el aire y golpea contra su soledad. El alcohol ayuda un poco. La droga un poco más.
Estamos lejos del control y de la maestría de sí, de la exigencia de santidad y de bienestar en la que la sociedad nos baraja las orejas, pero esto va muy lejos. Será la dictadura del bienestar que nos lleva allí, o el deseo de ir siempre más lejos para perderse?
Sin embargo, volteamos poco a poco la espalda a esta agresividad. Empezamos de nuevo un cambio de dirección. Los que cantan Slam, que declaman poemas acompañados de música reemplazan poco a poco a los raperos en los barrios de las afueras. Comunican su soledad y su malestar dentro de la dulzura. Lo que les da aún un poco más de peso. El grito pasa de moda, los jóvenes aspiran a más melodía. Habría menos rabia en este vagabundeo y más una confesión.
Nos buscamos más que lo que nos perdemos. Uno no va tan lejos en la destrucción sin aspirar a otra forma de vida. Parece una patada que damos en el fondo de la piscina para remontar a la superficie. El deseo es justamente lo que hace dar la patada. Solo el deseo nos salva de nosotros mismos. Solo él puede liberarnos de este ego que toma gran lugar en nosotros.
El aliento que nos empuja hacia el otro, hacia la vida, nos nutre todo salvándonos de nuestros tormentos interiores. Cuando uno da la vida, uno no se sana al disponer un tiempo para sí mismo, para meditar sobre nuestro bienestar. Uno grita, uno no es más que sufrimiento, eso mismo es nuestro gozo. Descubrimos la liberación.

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