Cuidados en el Final de la Vida: un abordaje contemplativo


PSICOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD
                                                                                                                       Por Kirsten DeLeo*
Charles fue uno de mis primeros pacientes del Hospice. Me había quedado con él durante la tarde y mi turno ya estaba por terminar. Era el final de un día de verano y todavía recuerdo cómo la sombra del atardecer envolvía la habitación y acariciaba su cuerpo frágil. Tenía los ojos cerrados y hablaba en voz baja haciendo largas pausas para poder respirar. Yo escuchaba. “No conozco a este hombre mayor”, pensé. Lo había visto sólo unas pocas veces. Éramos apenas dos extraños, sentados uno junto al otro. Al observar su cuerpo frágil, me sentí triste y conmovida. Mientras trataba de soltar su mano suavemente para recostarme en mi silla, y de disimular mi rostro y mis sentimientos en la oscuridad del cuarto, de repente giró su cabeza hacia mí y abrió los ojos. Sentí como si acabara de caminar sobre fuego. Escuché una voz interior: “No te escapes. Por favor no te escapes, quédate.”
Sin decir una palabra, tomó mi mano y la apoyó en su pecho. Yo podía sentir los huesos bajo su piel, sus latidos. En ese momento me di cuenta: esto es lo que significa estar presente, no escapar sino quedarse ahí, aun en medio del fuego más virulento. Me reincorporé para salir de la sombra y que pudiera ver mi rostro. Me quemaba el corazón, pero inesperadamente encontré un espacio de calma. Le dije: “Estoy triste, estoy aquí”. Él me apretó la mano suavemente. “Bien”, me dijo. “Bien.”  
Acompañar a alguien que está muriendo siempre es algo personal, no importa en qué rol o con qué habilidad estemos ayudando. Una persona en el final de la vida nos exige capacidad profesional y conocimiento, pero es igualmente importante su necesidad de que conectemos en un nivel esencial, desde un ser humano a otro. Con el pequeño gesto de apoyar mi mano en su pecho, y con su confianza generosa, Charles me enseñó -a través de su presencia - cómo estar disponible para los demás. Me demostró que está bien sentirse vulnerable y aún así tener el coraje para estar ahí. Él me enseño cómo quedarme cuando en realidad quería escaparme, cómo seguir abierta cuando me sentía triste o asustada.
Acompañamiento es una palabra hermosa y no muy utilizada en estos tiempos. Habla directamente de lo que hacemos cuando cuidamos a alguien durante el fin de la vida. En Griego, al que trae Consuelo se le llama Paraclete: “el que camina al lado”. Cuidar a otro significa acompañarlo, caminar a su lado. Al acompañar en su viaje a los que están muriendo practicamos nuestra presencia plena con el otro y con nosotros mismos. A nivel humano prevalece un sentido de igualdad, sin por eso desestimar la necesidad de experiencia y conocimiento profesional.
Caminar junto a los que están muriendo requiere coraje. No cabe duda. Requiere coraje mostrarse con tus fallas e imperfecciones humanas, tus miedos y preocupaciones personales y tus sentimientos de profunda impotencia. Sin embargo, acompañando a alguien puedes llegar a descubrir tu generosidad, compasión y sabiduría. Aprender a confiar en estas capacidades también requiere coraje. Sin embargo, confiar no significa sentirse más cómodo. Significa que estamos simplemente conscientes de nuestro escenario interior sin que eso sea un impedimento para ayudar al otro. La traducción del Tibetano de la palabra “coraje”, significa literalmente la esencia del Corazón. La metáfora apunta a la gran fortaleza del corazón que se requiere tanto para estar presente con alguien que está sufriendo como para confrontarnos con nuestras propias reacciones mientras las observamos como testigos.  La práctica contemplativa profundizó mi capacidad de estar presente.
Una de las virtudes de la meditación es que ayuda a una mayor conciencia sobre sí y a una mejor aceptación de uno mismo. Se empieza a aflojar el juicio crítico y desarrollas mayor calidez y compasión hacia ti mismo; todo ello incide en un mejor cuidado. Durante una capacitación en Práctica Contemplativa para médicos de un hospital, un joven residente comentó: “A través de la meditación estoy aprendiendo a estar consciente de mí mismo, de mis emociones y estados mentales, y de qué modo proyecto todo eso en mis pacientes durante la consulta clínica”.  

Cuando hay más conciencia y autoaceptación, tenemos menos necesidad de validar nuestra presencia a través de palabras o actividades innecesarias. Podemos liberarnos de la pretensión de ser alguien. Entramos en contacto con nuestra generosidad esencial y, como resultado, descubrimos una de las lecciones más importantes: lo que somos ya es suficientemente bueno.  
Cuando aprendemos cómo cultivar el estado meditativo, se hace más fácil aceptar los sentimientos de inseguridad e impotencia, además de desprendernos de las expectativas poco realistas que nos imponemos. Cuánto más puedo “ser quien soy ” y relajar, mejor podré transmitir a quienes cuido la sensación de serenidad, de comodidad e integridad. El modo de dirigirme a los pacientes, la manera de tocarlos y mirarlos, toda esa calidad de mi presencia puede hacerlos sentir comprendidos y recordarles su sentido de propósito y el significado de las cosas: ayudarlos a sentir su entereza.  
El poeta Rainer Maria Rilke escribió: “Nuestros miedos más profundos, son como dragones custodiando nuestros más profundos tesoros”. Estar con los que están muriendo nos desafía continuamente a conocer mejor nuestro corazón y nuestra mente, y a estar presentes, abiertos y conscientes: a estar despiertos.  
“Nunca dejes a nadie morir con las manos vacías”, me dijo mi maestro una vez. “Siempre ofrece esperanza y una idea de sentido.” Este consejo siempre me acompañó, particularmente en esos momentos en los que fui testigo de la angustia profunda y el dolor, cuando perdía completamente la noción de qué decir o qué hacer. En esos tiempos difíciles ruego por una guía que, a veces, llega de maneras inesperadas.
Muchos años atrás, estaba cuidando a una mujer china que hablaba únicamente Mandarín. Tenía una hija de 17 años que venía a verla todos los días.  Durante las visitas, su hija siempre se paraba al pie de la cama y, solamente si se lo proponíamos, se sentaba al lado de su madre falleciente. Se podían palpar la impotencia y la congoja que ambas sentían en esa situación dolorosa; no obstante, eludían el contacto físico y jamás pronunciaban una palabra.
Nuestro trabajador social y el resto del equipo buscaban con desesperación la manera de acercarlas para que se pudieran despedir.  En aquel momento yo trabajaba en el turno noche y cuando todo se aquietaba en el hospital, siempre procuraba el tiempo para sentarme con esta paciente, deseando secretamente que madre e hija se encontrasen. Durante una de mis visitas nocturnas, la madre cantó en voz baja una canción china con un tono amoroso y triste.  La melodía bella y simple me conmovió y empecé a tararear con ella.  A lo largo de las siguientes semanas, ella se propuso enseñarme la canción cada vez que la visitaba. Con mucha paciencia y una firme insistencia me enseñó la letra –cada una de las sílabas– corrigiéndome y, a veces, regañándome con una mueca graciosa en su rostro cuando escuchaba mi mala pronunciación. El trabajador social logró grabar su voz y, en la mañana que falleció, le entregó la cinta a su hija apenas llegó.  Al escuchar la grabación,  sus ojos se llenaron de lágrimas. Luego se supo que se trataba de una antigua canción folklórica de un pueblo rural de China de donde había venido su madre muchos años atrás.  La canción hablaba de la belleza natural del lugar y del anhelo de volver a casa. Parecía resumir la historia de vida de su madre. Con su estilo tan llano, la madre se despedía de su hija a través de la canción. Ese fue el legado que dejó.  
Es difícil morir. Abandonar este cuerpo de carne y hueso es duro. Sam era un joven Coreano en sus treinta. Se estaba muriendo de cáncer.  Sufría convulsiones mientras se acercaba al final. Su familia estaba angustiada y acongojada de verlo morir de este modo. Entre los que integrábamos el equipo de cuidados tratamos calmarlo sosteniéndolo suavemente.  Era un escena desgarradora.  Todos sentíamos su dolor y su pelea –su familia y todos los del pabellón-; aun así, había una red invisible de amor y conexión rodeándolo. Él no tenía por qué atravesar esto en soledad.  Nunca se sabe realmente qué está viviendo en su fuero más íntimo la persona que está muriendo. Eventualmente, Sam se tranquilizó, y su cuerpo y sus rasgos se relajaron justo antes del último aliento. Se vivía una sensación increíble de quietud y de paz. Nos mantuvimos todos sentados a su lado en esta atmósfera tan especial, sin decir una palabra. Unos días más tarde, su familia regresó al hospital a buscar sus pertenencias. Su madre estaba llorando. Con ayuda de un traductor ella nos contó que, a pesar de que la muerte de su hijo había sido demasiado prematura y muy difícil de presenciar, ella igualmente sintió el amor. Algo de lo que nunca habían hablado mientras él todavía vivía.  
Una de las mayores enseñanzas que recogí cuidando a alguien es la comprensión de que la persona con la que estoy es simplemente “un otro yo”, otro ser humano. Esto me ayuda a disolver cualquier sentido de separación, además de ablandar el corazón, el mío y el del otro. Con toda honestidad, ¿acaso no tendemos a focalizar en lo que nos separa del otro y en lo que nos hace únicos más que en ver lo que tenemos en común?  
Considerar a la otra persona como “un otro yo”- igual a ti- es una manera simple pero efectiva de evitar que nuestro trabajo se convierta en una “rutina”, y que la persona a quien cuidamos sea solamente otro caso u otro número más.  El próximo paso es ponerme en el lugar del otro, aunque sea por un momento, y tratar de sentir cómo se ve el mundo desde su perspectiva. Esta simple reflexión puede ser muy esclarecedora, especialmente cuando estamos trabajando con una situación en la que estamos a ciegas en cuanto a cómo ayudar.  
El momento de la muerte es más que un mero evento médico. Ann Allegre es una médica de Hospice, graduada del Programa de Cuidados Espirituales en el Final de la Vida.  Ann se integró a nuestro equipo unos años atrás.  Siempre advierte a sus colegas que no se insensibilicen. Para nosotros, puede ser la segunda o tercera muerte que presenciamos en una semana o incluso en un día. No obstante, para la persona que está muriendo y para sus familiares y amigos, es un momento especial que será recordado por cada uno de los presentes por el resto de sus vidas. “Mi práctica contemplativa”, dice Ann, “me ayuda a dar un paso atrás y darme cuenta cuán sagrado e importante es el momento de la muerte de una persona”.  
Tal vez nunca lleguemos a reconocer los efectos de nuestros cuidados de un modo tangible. Aún así, todo gesto de generosidad y coraje que dedicamos a otros siempre traen beneficios. También es un acto de autorreparación en tanto todos somos seres humanos. Somos todos imperfectos y vulnerables, y fundamentalmente buenos e íntegros. Estas son las bases para cuidar a los que acompañamos.

Kirsten DeLeo, Profesora Titular del Rigpa Spiritual Care Program. Ella es Profesora Senior del Programa de Cuidado Contemplativo para el Final de la Vida, una certificación profesional desarrollada por Naropa University desde 2003, inspirada en el “Libro Tibetano de los Vivos y los Muertos” de Sogyal Rinpoche y bajo el patrocinio del Dalai Lama. Ese Programa de Cuidado Espiritual ofrece una educación basada en el abordaje contemplativo en Estados Unidos, Europa y Australia. 
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