Amado Enemigo: Una Iniciación Moderna - Marion Woodman
Capítulo 7
AMADO ENEMIGO: UNA INICIACIÓN MODERNA
…provéete por dentro y no enriquezcas más el exterior.
Así te nutrirás de la Muerte, que se nutre de los hombres,
y la Muerte, una vez muerto, hará luego inmortal a tu ser.
William Shakespeare, Soneto 146
Lo que me llevó a la India y el motivo que tuve para ir son dos cosas muy distintas. Sin duda, me sentía atraída por una imagen romántica del Oriente, el Taj Mahal a la luz de la luna, los palacios de marfil, los hombres santos. Sin duda, Un viaje a la India de E. M. Foster me despertó curiosidad. ¿Qué le sucedió a Adela Queste en las grutas? ¿La violaron o estaba loca? ¿Qué misterio encerraba su relato? Sí, fui a la India y vi los palacios y vi a los hombres santos, y logré responder algunas de mis preguntas. Pero he demorado dieciséis años en descubrir por qué fui.
Ahora cuento esta historia porque no es sólo una historia personal. Es la historia de un rito moderno de iniciación en lo femenino. Es la historia de una joven inconsciente que nunca había celebrado un rito de pubertad, porque en su mundo no se conocían esos ritos. Como muchas otras jóvenes parecidas a ella, nunca había dejado de estar protegida por la «madre sociedad»; nunca se había instalado en su propio cuerpo; nunca había reconocido que formara parte del cosmos. Tampoco se le había ocurrido nunca que Dios pudiera tener un complemento femenino, que diera sentido a su vida como mujer entre otras mujeres y que, a la vez, la pusiera en contacto con su singular destino personal. Ésta es la historia de un nacimiento, de una muerte y de un renacimiento.
En esa época era una mujer que acababa de entrar en la madurez. Tenía todo lo que la clase media puede ofrecer: una hermosa casa, un buen esposo, un excelente puesto de profesora. Esperaba que mi vida siguiera sin altibajos para transformarse años más tarde en una madurez próspera y llegar a su clímax en una bien merecida y respetable vejez. No tenía razón alguna para dudar de que mi patria seguiría protegiéndome: todos los meses depositaban mi sueldo en el banco; automáticamente descontaban de ese sueldo mis contribuciones a la seguridad social y el pago de los impuestos; si se producía una emergencia, podía tomar una baja por enfermedad. Tenía todo lo que podía querer.
Toda la vida había tenido todo lo que podía querer. Me había encantado ser la hija de un pastor. Me gustaba ir a la iglesia los domingos con mi vestido de organdí, con mis bucles y mis cintas en su sitio. Me gustaba la agitación que había en la casa parroquial: los bautizos, las bodas, los funerales. Por las tardes, me gustaba entrar a hurtadillas en la iglesia para esperar a Dios. Escondida debajo de un banco, Lo escuché muchas veces, pero nunca pude ponerme de pie con suficiente rapidez para alcanzar a verlo frente a frente. El portero me explicó más adelante que no era Dios el que hacía esos extraños sonidos, sino que los rayos del sol hacían crujir los bancos de la iglesia. Y así, serenamente, abandoné mi fe infantil.
Estudié en la universidad. Me casé y pasé de la seguridad que encontraba en la casa de mi padre a la que me ofrecía mi esposo. Seguí creyendo en Dios, pero no me gustaban las cenas ordinarias que organizaban en la iglesia. Por supuesto, hubo algunos contratiempos, pero en general la vida parecía ser lo que estaba destinada a ser.
Entonces, una fría noche de invierno, me encontré sola en Toronto. Tenía que tomar un taxi. Levanté la mano, pero ningún taxi se detuvo. No era tan decidida como debía ser. Me había permitido llegar a depender tanto de mi esposo que ni siquiera podía conseguir un taxi. «¡Esto es ridículo! —pensé—. Soy una mujer adulta que se siente desvalida cuando está sola». Caminando por la nieve llegué a donde tenía que ir esa noche y en el camino me di cuenta de que esos «contratiempos» en realidad habían producido murmullos de dimensiones volcánicas. En ese momento supe que tenía que descubrir quién era cuando me quedaba sin nada en que apoyarme. Sabía que iba a comprar un billete para ir a la India y tenía la esperanza de encontrar a Dios en un ashram de Pondicherry.
Seis meses más tarde llegué a Nueva Delhi. Sí, Dios estaba a mi lado, pero Sus
ideas no coincidían con las mías. En la India, Dios resultó ser una Diosa; una Diosa que jamás hubiera imaginado que podía existir desde los estrechos confines de mi educación cristiana protestante; una Diosa que se acercó a mí no entre los protectores muros del ashram, sino en las calles repletas de pobreza, enfermedad y amor.
Al principio me quedé en Delhi, tratando de orientarme en un mundo absolutamente extraño. Una corta caminata consumía todo el valor que lograba reunir. El terror se convirtió en mi combustible. De todas partes asomaban manos que trataban de agarrarme: mendigos lisiados, traficantes del mercado negro que me pedían dólares norteamericanos, amantes profesionales que me aseguraban que sólo los africanos los superaban y dos pequeñísimas vagabundas que me adoptaron. Todas las mañanas, las pequeñas me esperaban a la entrada del hotel; durante todo el día caminaban agarradas a mi vestido; todas las noches tenía que volver a coserlo. Las niñas habían vivido en ese mundo más que yo. Estaban acostumbradas a todo lo que ocurría en la calle: a los hombres que se afeitaban, las mujeres que amamantaban, los niños de tres años que llevaban bebés agonizantes apoyados en las caderas. Hacia donde mirara, inmediatamente tenía que darme vuelta, avergonzada de inmiscuirme en la vida privada de alguien. En medio de mi confusión, solía besar a una vaca al pasar o pisar sus excrementos. La gente gritaba «buenas noches» por la mañana y me daba cuenta de que algo andaba mal cuando yo también respondía «buenas noches». Me sentía cada vez más agotada, mi yo era incapaz de tomar ninguna decisión y empezaron a suceder cosas extrañas. Me daba cuenta de que mi terror activaba la muerte a mi alrededor.
El sexto día las niñitas no aparecieron. Salí a la calle y vi a una norteamericana. Sin saludarme, se detuvo frente a mí.
«¿Estás sola?», me preguntó.
Abrí la boca para decir «sí» y sentí que algo se aflojaba dentro de mi vientre. No supe qué pasó hasta que abrí los ojos en el cuarto del hotel donde vivía la norteamericana.
«Tienes un shock cultural —me explicó—. Vivo aquí desde hace diez años, así que lo reconozco. Vamos a tu hotel, recoge tu equipaje y te llevo al aeropuerto. Tienes que volver a casa. Inmediatamente».
«No puedo —le respondí—. No podría vivir sintiendo que fracasé en esto. Tendría que regresar e intentarlo de nuevo, y tampoco puedo hacer eso».
«No puedes quedarte —insistió—. Los que trabajan en el Cuerpo de Paz también sufren shocks culturales y a veces se atacan entre ellos».
De todos modos me quedé. Lo que me alentó a hacerlo fue mi poema zen favorito:
Cabalga a lo largo del filo de la espada.
Ocúltate en medio
de las llamas.
Los brotes del árbol de la fruta se abrirán en el fuego.
El sol sale al atardecer.
La India fue mi fuego. Evidentemente, no lo es para todos. A cada uno de nosotros nos arrojan a nuestro propio fuego; el mío fue mi habitación en el hotel Ashoka. No tenía a quién llamar, a quién visitar, nada que hacer. Todas las salidas estaban cerradas. Tuve que adentrarme en mi silencio y descubrir quién estaba allí. Cuando miraba hacia adentro, mi imaginación se llenaba de imágenes ilusorias y pavorosas; cuando miraba hacia afuera, el balcón hervía de cuervos empapados por el monzón, que repetían «nunca más». El mundo que habitaba hasta entonces había desaparecido para siempre. Sin saber conscientemente lo que estaba sucediendo, había sacrificado su antigua escala de valores, mi comprensión sentimental de la vida y el amor. En menos de una semana, me había visto obligada a dejar atrás mi necesidad de ejercer control. Allí no había nada que pudiera controlar. Me movía en medio de lo que parecía ser un caos absoluto, donde todo ocurría antes de que siquiera sospechara que podía suceder. Si no me dejaba llevar por lo que la vida me ofrecía a cada instante, era imposible sobrevivir. Cada instante era nuevo y me exigía una nueva respuesta. Nada servía de apoyo al mundo que había conocido. Hasta la bañera se llenaba de cucarachas cuando trataba de encontrar alivio en un baño.
La disentería me había debilitado tanto que recuerdo haberme caído en el suelo de azulejos. No sé cuánto tiempo estuve allí. Cuando recuperé el conocimiento, estaba en el techo; desde arriba, mi espíritu observaba a mi cuerpo cubierto de vómitos secos y excrementos. Lo vi tendido en el suelo, incapaz de moverse, y luego lo vi respirar. «¡Pobre idiota! —pensé—, ¿no te das cuenta de que estás muerto?». Mentalmente, le di un puntapié. De pronto me acordé de Duff, mi pequeño terrier. «Nunca trataría a Duff así —pensé—. Jamás trataría a un perro como trato a mi propio cuerpo. ¿Qué pasaría si lo dejara aquí? ¿Lo quemarían? ¿Lo mandarían de vuelta a casa?». La inmensidad de la decisión que iba a tomar —dejar mi cuerpo en el suelo o regresar a él— me tenía paralizada; entonces comprobé que volvía a respirar. Sentí una enorme compasión por esa querida criatura tendida en el suelo que esperaba fielmente mi regreso y respiraba fielmente una y otra vez, segura de que no la iba a abandonar, con una fidelidad mucho mayor que la que yo le demostraba.
Siempre había odiado mi cuerpo. No era todo lo hermoso que yo hubiera querido. Ni tan delgado. Lo había obligado a esforzarse, no le había dado de comer, lo había hartado de comida, lo había maldecido, ahora incluso le daba un puntapié, pero él seguía allí, tratando de respirar, seguro de que yo iba a regresar y lo iba a llevar conmigo, sin fuerzas siquiera para morir. Lo que pasara a continuación dependía de mí. La mayor parte de mi vida había vivido fuera de mi cuerpo, con la energía desconectada de las emociones, excepto cuando bailaba. Ahora tenía que tomar una decisión; tenía que optar por entrar en mi cuerpo y vivir como un ser humano o escaparme de él en busca de lo que imaginaba que era la libertad. Lo vi volver a respirar y había algo tan infinitamente inocente y confiado, tan exquisitamente familiar en ese gesto, que decidí bajar del techo y entrar en mi cuerpo. Juntos nos arrastramos hasta la angosta cama. Me esforcé por cuidarlo. Casi lo escuchaba murmurar: «Descansa, espíritu agitado, descansa». Durante días y días, tal vez nueve, no salí del útero del Ashoka.
Había elegido con mucho cuidado los dos libros que llevé conmigo: el Nuevo Testamento y los Sonetos de Shakespeare. Esos libros y mi pasaporte eran mi material de lectura. Cuando me quedaba en cama leyendo mi pasaporte, los nudos de fuego que sentía en el pecho se desataban. En ese descenso al infierno era importante estar segura de que tenía un nombre. Más importante todavía eran las imágenes y el ritmo de la prosa y la poesía que me maravillaban. Eran un eco mío y me ayudaban a superar el miedo. Un día, mientras leía en voz alta, escuché una frase que me parecía conocida, aunque esta vez sonaba diferente: «... la Muerte, una vez muerto, hará luego inmortal a tu ser». Comprendí que mi temor a la muerte había muerto. Ya instalada en mi cuerpo, iba viviendo mi propia vida y, aunque esos días y esas noches en el Ashoka habían sido extraños, eran reales. Lo paradójico era que, después de haber descubierto mi vida, me sentía libre para perderla. Podía aceptar todo lo que el destino me deparara. Por primera vez, sentí que mi esqueleto sostenía mi carne con orgullo y, con la totalidad de mi ser, bajé las escaleras hasta el vestíbulo.
Me senté en el extremo de un sofá a escribir una carta. Una mujer india maciza, con un sari de bordes dorados, se acomodó en el espacio que quedaba entre mi cuerpo y el extremo del sofá. Su brazo regordete era suave y cálido. Me alejé un poco para tener dónde escribir. La mujer se arrimó a mí. Me moví nuevamente. La mujer se movió. Sonreí. Sonrió. No hablaba inglés. Cuando terminé de escribir la carta, estábamos las dos sentadas lado a lado en el otro extremo del sofá, con su cuerpo apegado al mío. Todavía tenía miedo de salir, así que al día siguiente volví a sentarme en el vestíbulo. La señora de aspecto digno apareció nuevamente y se repitió la escena del día anterior. Durante varios días se siguió repitiendo. Una mañana, cuando ya me iba, se me acercó un indio.
«¿Se siente bien ahora?», me dijo.
«¿Qué quiere decir?», le pregunté, sorprendida por su trato familiar.
«Se estaba muriendo —dijo—. Tenía la soledad de los moribundos. Le dije a mi
mujer que se sentara a su lado, porque sabía que el calor de su cuerpo la iba a hacer revivir. Ya no es necesario que vuelva».
Le agradecí y también le agradecí a la mujer. Luego desaparecieron por la puerta; dos perfectos extraños que intuitivamente habían escuchado a mi alma cuando estaba tan débil que era incapaz de estirar los brazos. Su amor me había traído de regreso al mundo. Después de haber hecho mío mi cuerpo y de entregarme a mi destino, experimentaba al mismo tiempo la alegría y el dolor de sentir vida en mi carne. Era como un recién nacido que trata de distinguir simultáneamente los cinco sentidos. El aroma del jazmín se confundía con el hedor de la orina; una llamarada de seda roja se confundía con las moscas en los ojos de un bebé; la dulzura de un sitar en una noche de verano se entremezclaba con los aullidos de un perro castigado, todo yuxtapuesto con texturas y sabores exóticos, extraños, insondables. Pero ya no era una víctima. Ya no me sentía atacada psíquicamente o en peligro de muerte. Participaba en la vida con el corazón abierto, cautivada por las imágenes, los sonidos y los olores de ese mundo extraordinario y paradójico.
Un buen día, me encuentro rebotando sobre los resortes al descubierto de un viejo taxi, mientras le aseguro al conductor indoitaliano que no he venido a la India para conocer los placeres del Kama Sutra. Vamos camino a las grutas, por lo menos eso espero...
Todo me sorprende: la sonrisa enigmática del conductor, el camino estrecho, la vasta extensión de campos monótonos. De pronto, diviso a un perro con un ojo amarillo como un canario. Minutos más tarde, una vaca con cuernos color turquesa. «Estoy muy cansada», pienso. Entonces veo un elefante, más grande que el taxi, de un rosa transparente. El conductor no se inmuta. Lo único que le interesa es convencerme de que me siente a su lado.
«¿Ese elefante era rosado?», le pregunto por fin.
«Sí», responde, como si todos los elefantes fueran de ese color.
«¿Y la vaca tenía cuernos turquesa?»
«Sí».
«¿Y el perro tenía un ojo amarillo?»
«¡Sí! Es el cumpleaños de Krishna —me dice—. Estamos celebrando. ¿Quiere ir
a la fiesta?»
Curiosamente también es mi cumpleaños, así que, apenas me doy cuenta, le
contestó «sí» automáticamente.
De inmediato, sube el taxi a la cuneta y empieza a atravesar los campos, cantando
sin parar. Se detiene de pronto. Inmediatamente, un grupo de hombres rodea el auto. Alguien abre la puerta y me indica con un gesto que me baje. Cuando pongo los pies en el suelo, cuatro pares de manos me quitan las sandalias, el bolso, la cámara de fotos y el cinturón. El conductor ha desaparecido. Observo los rostros impenetrables de por lo menos veinte hombres que me miran con tanta intensidad como yo a ellos.
He oído que todavía se hacen sacrificios humanos en la India y por un instante pienso que jamás se me había ocurrido que podía morir de esa manera. De repente, los hombres hacen una lenta reverencia y luego se enderezan; los ojos verdes se encuentran con ardientes ojos negros en silenciosa concentración. A pesar de mi inquietud, me doy cuenta de su veneración, que no es veneración por mí sino por alguien que represento. «Voy a morir, voy a morir», pienso. «Indudablemente ésta es una situación interesante. Voy a vivirla. No me voy a desmayar».
Me toman, me levantan por encima de sus cabezas y, entonando su cántico, me llevan hasta un altar y me depositan delicadamente sobre la tierra. Estoy segura de que me van a inmolar; estoy muerta y, al mismo tiempo, absolutamente viva, mucho más allá del temor. Esos hombres del temor. Esos hombres me transmiten una enorme energía, mezcla de amor, admiración y temor. Uno de ellos, que parece ser un sacerdote, me echa pasto en la boca mientras sigue entonando el cántico con los demás. Reza inclinado sobre mi cuerpo. Luego saca el pasto de mi boca y lo divide entre los hombres, que se lo comen como si fuera sagrado. Me levantan, me colocan en el altar y, sin dejar de entonar el cántico, bailan lentamente a mi alrededor.
Vulnerable y sola, infinitamente a merced de lo que vaya a suceder, sé que no es mi voluntad ni mi amor, sino la voluntad y el amor de la Diosa, que mi vida tiene un sentido infinitamente superior a lo que jamás podría haber imaginado, y que mi cuerpo delicado —con toda su fealdad y toda su belleza— es el templo a través del cual he llegado a conocerla en esta tierra. Sofía se ha acercado a mí a través de los oscuros brazos de esos extraños en ese polvoriento campo de la India. En ese instante, ese instante eterno, escucho su grandioso SOY.
La Sabiduría (Sofía) dice: «Yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todo los días su delicia» (Proverbios 8).
Los hombres se inclinan con reverencia. Me llevan fuera del lugar sagrado y me devuelven las sandalias, la cámara de fotos, el bolso y el cinturón. El conductor aparece con su sonrisa imperturbable y a saltos volvemos a atravesar los campos.
Un rito de iniciación como éste puede parecer exagerado pero, mientras lo celebraban, en ningún momento dejé de sentir que estaba exactamente donde tenía que estar. Sabía que iba extinguiéndose algo que debía extinguirse para que yo pudiera vivir mi vida. Sabía que el dolor era mi dolor. No tenía la menor idea de qué significaba, pero sabía que tenía que suceder. Sabía que estaba viviendo mi destino.
Y ese destino se relacionaba de alguna manera con mi imagen infantil reiterada de tres vacas Hereford que aparecían cada vez que sentía miedo; eran tres animales de pelaje rizado en la cabeza, con largos cuernos y plácidos ojos castaños, que mascaban, mascaban constantemente, mirando con absoluta atención. Mientras estuvieran allí, no tenía nada que temer. En el rito de Krishna, tan poco tiempo después de haber hecho mío mi cuerpo animal, sentí que el pasto era pasto sagrado y que mi cuerpo de ordeñadora era el medio a través del cual podría expresarse el amor de la novia de Krishna. Había superado la contradicción entre lo animal y lo divino.
Las Hereford de pelaje rizado influyeron de una manera importantísima en mi modo de actuar en la India. Muchas veces me tropecé con una vaca en medio de una calle cuando lo irreal remecía los límites de mi realidad conocida. Como no estaba acostumbrada al contacto del cuero de una vaca ni a mirar a una vaca a los ojos, simplemente me echaba a reír. Después de un violento choque, dos mundos se habían fundido en uno solo. El análisis de los juegos que hace Víctor Turner me ayudó a comprender no sólo lo que fue mi salvación en la India, sino también lo que me empujó a alcanzar un nuevo nivel de comprensión.
Lo lúdico es una sustancia volátil, y a veces explosivamente peligrosa, que las instituciones sociales tratan de embotellar o encerrar en la redoma de las competencias, los juegos de azar y los enfrentamientos físicos, en simulaciones como el teatro y en la desorientación controlada, que va desde las montañas rusas a las danzas de los derviches. ... El juego puede considerarse peligroso, porque es capaz de trastocar la transición regular de un hemisferio cerebral al otro, transición que es necesaria para mantener el orden social. ... Sin embargo, aunque parece girar a su antojo, la rueda del juego nos revela... la posibilidad de modificar nuestros objetivos y, por lo tanto, de redefinir lo que nuestra cultura considera real.
Tal vez ya habrán adivinado que, para mí, el juego es algo liminal o de tipo liminal. ... Con su carácter oxímoron, el juego tiene una inocencia peligrosa, puesto que desconoce el miedo. Su liviandad y su agilidad lo protegen. Tiene el poder de lo débil, la audacia de lo infantil ante la fuerza.
El juego es un escéptico hábil y de alas livianas, un Puck que vive entre el mundo diurno de Teseo y el mundo nocturno de Oberón, poniendo en duda las veneradas creencias de los dos hemisferios, de los dos mundos. En el juego no hay nada sagrado; el juego es irreverente y, en un mundo dominado por la lucha por el poder, su aparente inconexión y su disfraz de payaso lo protegen[1].
Por no formar parte de la cultura de la India, yo andaba disfrazada de payaso. Observaba a la India y me observaba a mí misma desde el fondo de ese disfraz. Cuando dejé de lado mis temores, conquisté el desapego, la libertad para jugar que sólo se consigue cuando se logra una absoluta concentración, una atención sin resistencia, una intensidad sin tensión. Y, como el payaso arquetípico, vivía en blanco y negro, en tragedia y comedia, reconciliando los dos extremos sin juzgar y, al mismo tiempo, trascendiendo a ambos.
Me gustaría poder decir que en la India pasé por las etapas de encierro, metamorfosis y emergencia y, que después de mi iniciación, volví triunfante a Canadá, como una nueva mujer, liberada de mis cadenas burguesas, libre para SER. Pero no fue eso lo que pasó. En los cuentos de hadas, lo más difícil es volver a la vida con el tesoro encontrado en el mundo subterráneo. Cuando atravesé la barrera en Amsterdam, me sentí tan devastada por el ruido que tuve que sentarme. En medio de mi asombro, al ver a una mujer con botas, pelo rubio amarillento, lápiz de labios rojo y sombra de ojos turquesa, pensé: «Debe de ir al cumpleaños de Krishna». Ese fue el comienzo de un choque que me llevó, dos años más tarde, a la consulta de un psicólogo.
Cada vez que lo veía, mi sabio y viejo analista irlandés, el doctor E. A. Bennet, me volvía a preguntar: «¿Por qué fue a la India?».
Siempre que trataba de explicarle el porqué, movía la cabeza sin decir nada. Y me daba cuenta de que mi respuesta era incorrecta. Finalmente, ya desesperada, le dije:
«Doctor Bennet, usted se debe estar poniendo senil. Todas las veces que vengo me hace la misma pregunta».
«Y cada vez usted me da otra respuesta», contestó. A continuación, se echó atrás en su silla y me contó una historia. «Cuando era general de brigada en la India, teníamos muchos problemas con algunos soldados. No querían luchar. Se metían semillas en los ojos, quedaban ciegos y teníamos que mandarlos de vuelta a casa. Preferían volver ciegos a casa que luchar. Piense qué puede significar eso».
He pasado dieciséis años sacándome semillas de los ojos y todavía no dejo de sacármelas. Se puede necesitar toda una vida para integrar una iniciación. Y aunque la mayor parte de la iniciación quede oculta en los profundos misterios de cada individuo, parte de ella pertenece al alma universal que se esfuerza por hacerse consciente en cada uno de nosotros.
Lo que me hizo ir a la India fue un espejismo, pero el motivo de mi viaje era absolutamente real. Ir a la India era transportarme a mi propia India, a mi sombrío mundo subterráneo. Como las ballenas en el mar, vivimos en el único mundo que conocemos: nacimiento, copulación y muerte. A menos que las saquen violentamente del mar, las ballenas no saben que están en el mar ni qué es el mar. La India dividió mi vida en dos. Antes de ir, observaba con los ojos; cuando regresé, miraba a través de los ojos. Mi ingenua Perséfone, que había vivido protegida por la Madre Iglesia, la Madre Sociedad, la Madre Escuela, escuchó por fin la pregunta que se había destilado de sus labios: «¿Quién soy?». Atraída por una imagen romántica del Oriente, me había lanzado a una búsqueda sentimental de lo que en realidad no era más que una parodia de la Diosa Luna. En las calles de la India se produjo la inevitable violación psíquica. El suelo se abrió bajo mis pies. Lo que empezó siendo una búsqueda intelectual se convirtió inmediatamente en una búsqueda concreta cuando tuve que decir: «Sí, estoy sola».
La espada que la norteamericana me enterró en el corazón con la palabra sola fue la espada que asesinó a la niña dependiente y permitió el nacimiento de la mujer. Ya no podía descansarme en las imágenes que otros tenían de mí: la hija del párroco, la mujer del profesor, la profesora. Ya no podía quedarme encerrada en el marco limitado de mi deseo de ser delgada, ni seguir subiéndome todas las mañanas a una balanza para medir el éxito de mi vida según hubiera aumentado o bajado algunos gramos. No podía seguir engañándome con la idea de que la vida sería lo que yo quería que fuese con sólo cambiar este cuerpo por otro, con sólo fingir que este cuerpo no existía. Con sólo deshacerme de esa loca glotona, voraz y vehemente que andaba arrastrando por todas partes... Ese espejismo me había ayudado a no reconocer quién era en realidad y qué debía hacer con mi vida. Pero ya había desaparecido la ilusión de escapar a través de una muerte liberadora. Había desaparecido la ilusión de ser capaz de controlar mi destino. También había desaparecido la falsa imagen de mis padres, esa imagen que había forjado cuando niña y a la que responsabilizaba de todo lo que había sucedido o había dejado de suceder. Sin mis dioses de piedra, ya era capaz de perdonar.
También había muerto la soñadora romántica que creaba un mundo de fantasía a través del lenguaje. Encerrada en mis pensamientos, había podido mantener el misterio de mi realidad enterrado en el cuerpo. Nunca había distinguido la mente del cuerpo y, para huir del vacío que sentía, me dedicaba a comer o no comer, confundiendo los mundos de lo metafórico y lo literal. Cuando me enfrenté a la verdadera muerte, tuve que tomar una decisión. Morir o vivir. Aceptar mi condición humana, amar el alma que había dentro de mi cuerpo e integrarme a la vida, o rechazar mi destino humano, transformarme en espíritu y morir. Por no conocer el idioma, aprendí a escuchar a los indios con el corazón, tal como estaba segura de que ellos me escuchaban. Y el silencio, ese grandioso don de la India, me enseñó a escuchar a mi alma.
Ante todo, tenía que enfrentarme a mi odio. En ese enfrentamiento empezó a manar la sangre del sacrificio. La sangre que había hecho brotar la palabra sola abrió mi corazón a la fiel criatura que había dejado abandonada en el suelo, la criatura cuya lealtad me hizo avergonzarme del odio que sentía. A través de todo el amor que se volcó sobre mi ser instintivo, personificado en Duff, mi pequeño terrier, mi ser femenino renació y reconoció que no podía seguir dándole puntapiés a su cuerpo. Este era su hogar y seguiría siéndolo mientras fuera un ser humano que viviera en esta tierra. Y el alma que le gritaba desde el suelo, en medio de su abandono y su suciedad, era su alma, la esencia de su ser en el fondo de la materia pidiéndole a gritos que la hiciera suya, que le permitiera vivir y expresarse finalmente.
Cuando no había una madre que me protegiera, apareció otra madre a cuidarme, una madre llena de piedad por esta fiel criatura que me amaba con una devoción silenciosa y confiada que yo había traicionado. Lloré. Volví a bautizar a mi maldad y la llamé «lo mejor que hay en mí». Me lavé para quitarme los restos secos de vómito del pelo y los excrementos de las piernas. La India me obligó a mirar de frente el aterrador rostro de la Diosa y esa mirada me puso en contacto con la profunda capacidad de amor. En lugar de ignorar lo que significaba ser humano, en lugar de retroceder ante la suciedad y la pobreza y el dolor en las calles, pude sentir el pavor y, a la vez, amar la dignidad de un alma que se aferra a la vida. La rosa de mi corazón empezó a abrirse. El Verbo, que hasta entonces sólo había existido en mi mente, se convirtió en carne.
Y esa carne era tan metafísica como el espíritu. Dentro del capullo, se había refugiado en un mundo de símbolos, lleno de imágenes y sonidos vibrantes. El cuerpo, el alma y el espíritu fueron arrojados al fuego y, allí, se unieron a la búsqueda interior, a las imágenes transformadoras que han dado forma a mi vida y me han convertido en quien soy. Sin ellas, mi boca pronunciaba palabras pero mi voz no era auténtica.
Lo que descubrí fue un alma que nunca se había alejado de Sofía, nunca había olvidado lo que era la quietud, nunca había olvidado el lento e inalterable palpitar de la tierra. La India vive dentro de la Diosa, como yo había vivido cuando niña, como viven todos los niños: ranas salpicadas de rocío, cuerpos ardiendo en las orillas del río en Benarés, mariposas en la cortina de la cocina, velas que hacen detenerse al tiempo. De niña, ya había conocido el jugueteo de la Diosa, Su desapego, Su ira, Su amor por todo lo que existe, Su fecundo mundo virginal que contiene en semilla todas las posibilidades. También vi la mariposa que había sido en otra época, bailando de una flor a otra en el mediodía de mi imaginación, bailando con toda libertad en el mediodía de Su amor, sin poseer y sin ser poseída. Vi cómo la criatura alada se convertía en una oruga cargada de deberes y responsabilidades, una criatura que apenas recordaba su inclinación a volar. Con lentitud, casi imperceptiblemente, había ido llegando el invierno y una brújula que había dentro de ella la había arrastrado hacia el Oriente. Allí, la mariposa se había escapado prematuramente y, desde el techo del Ashoka, había visto a la oruga moribunda que despertó su piedad. Durante dieciséis años ha venido explicándole a la oruga por qué es una oruga. «Suelta amarras», le dice. «Deja que lo que tenga que ser, sea». Y ahora que la oruga empieza a comprender, ya puede convertirse en mariposa. Ahora sabe lo que significa.
... llegar al punto de partida
y conocer el lugar por primera vez.
A través de la puerta desconocida, recordada cuando lo último de la tierra por descubrir es el comienzo mismo;
en la fuente del más largo de los ríos
la voz de la cascada oculta
y los niños en el manzano.
Desconocida por no haber sido buscada, pero escuchada, a medias, en el silencio entre dos olas del mar.
De prisa ahora, aquí, ahora, siempre —
con la simplicidad absoluta
(que no cuesta menos que todo)[2]...
¿Quién nació de esa unión de dos elementos contrarios, de la conciencia que se une al inconsciente, del espíritu que se une a la materia? Durante siete años estuve embarazada de mí misma. La salida del útero se inició con el siguiente sueño:
Estoy de pie, descalza, en un desierto arenoso de la India, con un vestido de gasa color rosa y un velo. Es mediodía. En el suelo, algo que parece un antiguo reloj astrológico encerrado en un marco de madera. En su eje hay un agujero que se adentra en la tierra. Dos ruedas inmensas, roja y dorada una, azul y plateada la otra, forman la circunferencia. La rueda roja se mueve en el sentido de las manecillas del reloj; la rueda azul, más amplia, se mueve en sentido contrario. Las casas del zodíaco están dibujadas con toda precisión en la arena. Un hombre que me ama y al que amo está de pie junto a la rueda roja; ésa es su rueda, la azul es la mía. En las dos primeras casas crecen arbustos verdes.
Tengo que bailar entre los rayos de las ruedas; es muy peligroso, porque los rayos que se abren desde el eje son cuchillos afilados. Tengo que bailar hasta que el movimiento de las ruedas coincida. Hay muchos nativos entonando cánticos, prontos a cambiar el tono de su canto para que armonice con la música de las esferas cuando las ruedas empiecen a moverse.
Comienza la música. Empiezo a bailar con mucha cautela. Entonces mi cuerpo se transforma en la música. Ya no temo a los cuchillos. Siento que algo me hace bailar. De pronto, las voces de los nativos cambian de tono al unísono y los cielos se llenan de música. Las ruedas se mueven. En la tercera casa del zodíaco aparecen retoños verdes y una fuente de agua. Me detengo frente al hombre. Me quita el velo y me dice: «Ahora sé cuál es tu nombre».
El timbre del teléfono me hizo despertar. Al comienzo me sentí traicionada, porque me habían robado mi nombre. Pero luego sentí que habría muerto al escucharlo. Sabía que aún no había llegado la hora. Aún quedaban velos por descorrer.
Ese sueño fue un inmenso regalo, un regalo que debía compartir. La India había sido una isla dentro de mi psique durante gran parte de mi vida; ahora se unía al continente, en realidad se convertía en un mandala en el centro. Esta imagen del inconsciente colectivo me hizo reflexionar sobre lo que había ocurrido, desde una perspectiva personal y transpersonal. Sólo cuando lo transpersonal penetra en lo personal, este último adquiere valor a nivel cultural. Sin duda, éste es un sueño intuitivo, que no indica dónde se encuentra la energía, sino en qué dirección desea avanzar.
El sueño transcurre en el desierto. Desde el punto de vista bíblico, el desierto es el capullo de la crisálida, una vasta extensión donde se produce el cataclismo transformador. La travesía de Moisés y los israelitas por el desierto demoró cuarenta años; Jesús estuvo solo en el desierto durante cuarenta días. La antigua vida había quedado atrás; la nueva aún no había surgido; entre las dos, un inmenso cambio que abría los más recónditos senderos del espíritu. El desierto da a luz un nuevo orden en el que se reconocen los verdaderos afectos y los verdaderos valores.
Cuando se vaga a solas por un paraje donde no hay puntos de referencia, se ve de pronto un espejismo, una imagen de lo que puede haber en el horizonte. Por contener elementos tan desconocidos, los sueños que transcurren en el desierto son primero irrecuperables y luego «incomprensibles». Estos sueños predicen lo que puede suceder, en qué puede convertirse el soñante, cuál es su esencia. Este conocimiento es tan ajeno todavía que el vagabundo sólo puede decir: «A pesar del caos que parece haber en mi vida consciente, sé que aquello que está sucediendo bajo la superficie obedece a un orden que tiene sentido. Sólo tengo que esperar». El terror que se siente en el desierto es el terror al autoengaño. ¿Y si sólo fuera un espejismo? ¿Y si no fuera nada? ¿Y si todo lo que imagino fueran tentaciones del demonio? ¿Qué va a pasar cuando tenga los pies tan heridos que no pueda seguir caminando? Poco a poco van cambiando las percepciones; poco a poco, los indicios van tomando forma. Los cuarenta años o los cuarenta días llegan a su fin. El yo tiene entonces que convertir en vida cotidiana la revelación recibida en el desierto; tiene que llevar el tesoro a casa. Vivir nuestro destino es lograr que nuestro mundo interior y nuestro mundo exterior estén en armonía.
Cada imagen del sueño es un eco —y un eco del eco— de las demás: la unión de lo masculino y lo femenino, el oro y la plata, el espíritu y la materia, Occidente y Oriente, ying y yang. Al igual que los iniciados en las tribus primitivas, la bailarina tiene que entrar en el círculo cósmico y, a través de la conexión con sus raíces internas, ponerse en contacto con «el agua de la vida con la que ha de regar el árbol cósmico» (p. 30). Para que crezca vegetación en un páramo, lo femenino debe superar su temor y abrirse a sus fuentes internas. Debe esperar hasta que la energía consciente ya no tema ni a las espadas ni a los cuchillos, hasta que vibre al unísono con su fuente interior y el sí-mismo alimente y guíe a los dos. La energía impersonal se mueve en sentido vertical desde arriba y en sentido horizontal desde el orificio que hay en el centro del eje; la energía personal fluye en la relación de amor con el hombre. Es el hombre quien le quita el velo y así la une a él, al mundo y al sentido más amplio de la danza. El ritmo se sincroniza entre dos dimensiones: lo impersonal y lo personal. En el baile, el cuerpo de la mujer se convierte en el eje central que une al cielo y la tierra. De esa unión nace la creación. Como en todos los verdaderos ritos, el movimiento del cuerpo surge de su centro arquetípico. El cuerpo deja de bailar y se deja llevar.
Las dos ruedas forman un mandala doble. En el sueño, el alma femenina está simbolizada por el azul y el plateado; el rojo y el dorado simbolizan el espíritu masculino. El centro de las dos ruedas es el eje con su orificio central que se interna en la tierra. En alquimia, el spiraculum aetermtatis «es un conducto de aire a través del cual la eternidad lanza su aliento al mundo temporal»[3]. El punto de unión es un vacío donde el mundo personal de la psique se encuentra con lo eterno, con el inconsciente colectivo. Ese es el sitio donde se produce la anunciación, donde el espíritu da su aliento al alma. En ese encuentro (la fecundación de la virgen, «la intersección del momento sin tiempo», p. 130), el yo, liberado de los estrechos confines de su prisión temporal, vislumbra la realidad eterna.
En la Edad Media, el ánima, o la materia considerada como ánima, que en ese entonces se identificaba con la Virgen María, era otra imagen de esa «ventana a la eternidad» o «ventana de escape»[4]. Así es como, por ejemplo, los vitrales redondos eran las inmensas rosas de la Virgen a través de las cuales el fuego del espíritu iluminaba la catedral con su brillo. En las imágenes de este sueño del siglo XX, el espíritu se manifiesta en una nueva vida a través de lo femenino consciente, desde el punto de vista psicológico, del hombre y la mujer. Como el grano eterno de Eleusis, las semillas del desierto renacen y los participantes en el misterio cambian el tono de su cántico en reconocimiento de la nueva vida. Esta nueva vida aparece en la «tercera casa» que, según la astrología, es la casa de la comunicación, probablemente de una nueva forma de comprensión entre lo masculino y lo femenino, el espíritu y el alma, Occidente y Oriente. Todas las imágenes del sueño contribuyen a crear la sensación de aquello que los alquimistas llamaban unus mundus, una realidad formada por el mundo físico y el mundo psíquico, una visión de la armonía elemental entre la realidad interna y externa, esa armonía que Jung definió como «sincronicidad».
El baile se realiza al mediodía, a las doce, la hora de la incorporación a un nuevo nivel de conciencia espiritual, la hora del nacimiento espiritual, la hora en que no hay sombras porque toda sombra se absorbe a sí misma. Después de haber mirado a través de la «ventana a la eternidad», después de haber observado sin el velo, la mujer que baila está a punto de recibir su nombre espiritual cuando el mundo temporal se interpone. Aún no estaba preparada para ver «frente a frente» —percepción que equivale a la muerte— el rostro que tenía antes de nacer. Pero por un breve instante toda imagen dual desapareció. Lo interno y lo externo fueron uno.
La unidad, la esencia de este sueño, se encuentra en la imagen de lo andrógino que se transforma. La vida es un baile entre cuchillos y rayos pero, cuando lo femenino bien definido adquiere la fuerza necesaria para entregarse a lo masculino bien definido, esos elementos pasan a ser secundarios. El cuerpo de la mujer se transforma en un cáliz que se conecta con el ombligo del mundo, en torno al cual giran las dos ruedas. Ella es la copa que contiene al espíritu y, al mismo tiempo, mantiene su contacto directo con la tierra, con la base de su ser, a través de la cual fluye la vida. Allí se encuentran su autenticidad y su creatividad. Sólo cuando las ruedas se mueven en armonía, todas las energías de la psique (los nativos) pueden cantar también en armonía con la ley universal. Esa sintonía se produce a través de la renuncia a los deseos del yo, a través del nacimiento de un yo dispuesto a ganar y dispuesto a perder, libre, un yo que no posee ni es poseído, un yo que sabe jugar. El cuerpo, el alma y el espíritu bailan al unísono, vibrando con su verdad interior en armonía con el sentido más amplio de la danza.
El baile es siempre el mismo, ya sea en la India o en la sala de nuestro propio hogar, y nosotros somos los bailarines. Somos responsables de los pasos que elijamos. Si no nos quitamos las semillas de los ojos, quedamos cautivos de la sombría energía telúrica que puede dejarnos arrastrándonos eternamente. Si desobedecemos con arrogancia las leyes de la naturaleza, los cuchdlos y los rayos nos destruyen. Si nos atrevemos a preguntar «¿quién soy?», nos comprometemos a abrirnos camino hacia nuestra verdad personal. En el silencio de la crisálida se forja nuestro cáliz de plata, el cáliz de plata que contiene al niño dorado. El reflexionar con el corazón no es una aventura sentimental para la Diosa. La reflexión con el corazón supone la alegría y el sufrimiento de permitir que nuestro soy se convierta en un inmenso SOY hasta que
... las lenguas de las llamas se plieguen sobre el coronado nudo de fuego
y el fuego y la rosa sean uno[5]
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